Hay quien ve en la regulación de los narcocorridos un acto de censura moralista o, peor aún, una cruzada inútil contra la cultura popular. Dicen que prohibirlos es como querer tapar el sol con un dedo, que las canciones no matan, que la música no empuña armas. Y sí, los versos no disparan balas, pero tampoco son inocentes. En un país donde la violencia se ha vuelto paisaje, minimizar el poder simbólico de la música es cerrar los ojos ante la realidad que se canta a todo pulmón en miles de fiestas, playlists y camionetas blindadas.
No se trata de censurar el arte ni de purificar el gusto musical del pueblo. Se trata de entender que el narcocorrido no es solo una narrativa; es una construcción cultural que ha dejado de ser crónica para convertirse en propaganda. No es lo mismo cantar la tragedia de Lamberto Quintero que glorificar a un sicario actual con nombre, apodo y fusil de asalto, mientras se enaltecen sus hazañas criminales como si fueran logros empresariales. Los corridos de hoy no son denuncia ni testimonio: son marketing de sangre.
Los datos ayudan. Según un estudio de la Universidad de San Diego, la proliferación de narcocultura en medios y redes no solo moldea imaginarios, también recluta. Jóvenes sin oportunidades, sin Estado, encuentran en esos relatos un modelo de vida, una promesa de respeto, dinero y poder inmediato. El narco como aspiración se nutre también de la estética y la épica que los narcocorridos alimentan. ¿Es esta responsabilidad exclusiva de la música? No. Pero tampoco es trivial su papel en la cadena de normalización de la violencia.
Decir que “la música no influye” es un argumento tan débil como afirmar que la publicidad no vende. Si las grandes marcas gastan millones en jingles, es porque saben que una melodía pegajosa puede modificar comportamientos. ¿Por qué entonces negarle ese mismo poder a los narcocorridos cuando moldean la relación de miles de jóvenes con el crimen?
Quienes acusan de autoritarismo a los gobiernos estatales por regular estos contenidos olvidan que el Estado tiene no solo la facultad, sino la obligación de intervenir cuando una expresión cultural choca de frente con el interés público. Así como no se permite la propaganda nazi en Alemania o los discursos de odio racial en Francia, México tiene derecho a protegerse de una cultura que enaltece la barbarie.
¿Regular es eliminar? No. Es poner límites. Es decirle a la industria del entretenimiento: “puedes cantar lo que quieras, pero no con dinero público, no en espacios públicos, y no sin consecuencias si fomentas el delito.” Libertad sí, pero no impunidad cultural.
Y por cierto, la comparación con el bolero o la cumbia es tan absurda como decir que una canción de despecho es apología del feminicidio. No confundamos pasión con apología del crimen organizado. Hay una diferencia abismal entre cantar un corazón roto y celebrar cabezas cortadas.
México no está prohibiendo la música regional, ni borrando la historia del corrido como género. Está haciendo lo que por décadas no hizo: asumir que la cultura también puede ser arma y que el Estado no puede seguir desarmado ante la violencia simbólica que permea cada rincón del país.
Porque el silencio no mata. Pero el ruido, cuando glorifica al verdugo, también cobra vidas.